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Por un servidor que aún paga facturas de la luz

30 de Abril de 2025
Foto: Freepik
Foto: Freepik

España, abril de 2025. Doce y media del mediodía. La península hervía bajo un sol absurdo para abril, con la gente cocinando garbanzos a 30 grados y los ventiladores girando como hélices de Sikorsky. Y de repente: la oscuridad. No metafórica, no poética. Oscuridad literal. El mayor apagón de la historia reciente. Ni París, ni Berlín, ni Moscú: el siglo XXI en España, y de pronto, a oscuras como en la posguerra. 

¿Y por qué ocurrió? Porque el sistema eléctrico, como casi todo en este país, funciona... hasta que deja de funcionar. La red eléctrica española es una máquina gigantesca, compleja y sutil, que aguanta lo justo, y no un segundo más. 

Todo empieza con la generación. Centrales nucleares, térmicas, hidráulicas, parques eólicos, placas solares. Un mosaico energético que, si uno lo mira desde fuera, parece robusto. Pero basta un leve desequilibrio –un parpadeo del sistema– para que toda la energía se caiga como un castillo de naipes. 

Los generadores clásicos, esos de toda la vida que giran como demonios en sus turbinas, aportan inercia al sistema. Es decir: son pesados, estables, aguantan el golpe. Los nuevos, los verdes, los modernos, conectados por electrónica, aportan casi nada cuando la cosa se tuerce. Muy ecológicos, sí. Pero frágiles como una taza de porcelana en un terremoto. 

De las centrales sale electricidad en alta tensión, que viaja por líneas como hilos de acero tensados sobre la piel del país. La Red Eléctrica de España (REE) las gestiona, las cuida, y se supone que las mantiene en orden. Pero basta que una línea se sacuda, que una interconexión con Francia parpadee, para que el sistema empiece a temblar. 

Eso pasó el 28 de abril. A las 12:33. Zas. Una vibración atmosférica extraña –así la llaman, como si la naturaleza hubiera estornudado sobre la línea de 400 kV– cortó la conexión con Francia. Y ahí se acabó el chiringuito. 15.000 megavatios se esfumaron en cinco segundos. Adiós al 60% de la generación. El sistema, que había estado equilibrado, se inclinó de golpe como un barco con un boquete en la quilla. 

A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Las protecciones automáticas entraron en juego: relés, interruptores, algoritmos. Cortaron consumo aquí, aislaron redes allá. Pero no fue suficiente. La frecuencia eléctrica, esa métrica invisible que indica si todo va bien, se desplomó. Cayó por debajo de los 50 Hz, como un soldado alcanzado en combate. Y cuando eso pasa, los generadores se desconectan, no por cobardes, sino por autodefensa. Las nucleares se apagaron. Las eólicas y solares, incapaces de seguir el ritmo, también. 

España se quedó sin generación. Y sin generación, no hay red. 

En cuestión de minutos, la península se convirtió en un museo de la Edad Media. Ascensores parados. Semáforos muertos. Supermercados a oscuras. Gente atrapada en el Metro, otros sudando en quirófanos. La red eléctrica se comportó como un animal herido: se desconectó a sí misma para no morir del todo. 

¿Y después? Vino lo más difícil: encender otra vez el monstruo. Lo llaman black-start, y no es un reinicio cualquiera. No hay botón rojo. Hay que arrancar desde cero, como un coche sin batería cuesta abajo. Se usaron hidroeléctricas, porque son las únicas que pueden arrancar por sí solas. Luego, con suerte, vinieron los ciclos combinados. Francia nos dio una mano por el norte; Marruecos, por el sur. Y así, kilovatio a kilovatio, el país volvió a encenderse. 

Lo que ocurrió no fue un error. Fue una consecuencia. Consecuencia de una red infraconectada con Europa. De un modelo energético con mucha foto para el boletín oficial, pero poca resiliencia cuando el sol brilla de más o el viento sopla torcido. De un sistema que depende de renovables sin haber resuelto aún cómo estabilizarse sin sus viejos generadores de vapor y gas. 

La inercia mecánica, esa fuerza antigua que mantenía las cosas en marcha cuando el mundo se tambaleaba, ha sido sustituida por electrónica de precisión que falla cuando no debe. Y la protección que debería salvarnos a veces es la que nos apaga por completo. 

Todo ese despliegue técnico —frecuencias cayendo, líneas que colapsan, generadores que se apagan como fichas de dominó— tiene lógica si lo miras con frialdad. Lo que no la tiene es quién estaba al mando cuando pasó. Porque una red eléctrica puede tambalearse por causas físicas, sí. Pero también cae cuando quien debería sostenerla no sabe, no puede o no está. 

Una exministra de Vivienda, Beatriz Corredor Sierra, al frente de la red eléctrica nacional. Una jurista sin experiencia técnica, cero conocimientos en energía, ingeniería, o gestión real. 

El caso de Beatriz no es un error. La enchufaron desde Moncloa, como se enchufa una tostadora, pero sin saber cómo funciona. Corredor aterrizó en política en 2007 como concejala. Un año después, zas, ministra de Vivienda con Zapatero. Fue la responsable de gestionar la vivienda en plena burbuja inmobiliaria. 

¿Algún logro técnico? Ninguno. Eso sí, dejó frases como: “España no tiene un problema de vivienda, tiene un problema de acceso.” Brillante. 

Cuando se cerró el Ministerio, no volvió al registro. Volvió a la moqueta. Secretaria de Estado, presidenta de SEPES, presidenta de la Fundación Pablo Iglesias, diputada, y finalmente, cuando el sillón de Red Eléctrica quedó libre, el gran premio: la presidencia de Redeia. 

A fecha de hoy, ha cobrado aproximadamente 3.427.500 euros de dinero público en su carrera política e institucional desde 2008. 

Aquí, el desglose por cargo: 

Ministra de Vivienda (2008–2010): 2,5 años → ~192.500 € 

Secretaria de Estado de Vivienda (2010–2011): 1,2 años → ~108.000 € 

Presidenta de SEPES y otros organismos públicos (2012–2014 aprox.): 2 años → ~180.000 € 

Diputada del Congreso (2019–2020): 1 año → ~82.000 € 

Presidenta de la Fundación Pablo Iglesias (2018–2020): 1,5 años → ~135.000€ 

Presidenta de Red Eléctrica Española / Redeia (2020–2025): 5 años → ~2.730.000 € 

Total: ~3.427.500 € 

¿Qué ha aportado al país a cambio? Charlas sobre liderazgo. Discursos sobre igualdad. Frases vacías. Y ahora, silencio absoluto tras dejar a todo un país sin luz. Tres millones por calentar sillones y decir que “en España no puede haber apagones”. Y zas: blackout histórico. El mayor apagón de la historia moderna de Occidente. 

La culpa no es solo de ella. Es de un sistema donde los puestos técnicos se reparten como premios de fidelidad partidista. 

Ayer fue la luz. Mañana puede ser el agua. O un medicamento mal aprobado. O la gestión de una pandemia. O una DANA mal anticipada. Porque esto va de eso: de colocar a quien no sabe en puestos donde hay que saber. 

Y cuando todo se hunde, nadie responde. ¿Ingenieros? Que estudien. ¿Gestores con experiencia? Que opositen. Aquí mandan los que pegan carteles desde los 20.  Y cuando todo revienta —como ha reventado— nadie responde. Se esconden, se cubren, se protegen entre iguales. Todo muy institucional. Pero esto no es una broma. Es una vergüenza nacional. Corredor no solo debe dimitir. Debe dar la cara y explicar cómo se llega a dirigir la infraestructura eléctrica de un país sin saber una palabra del tema. Y el Gobierno debe explicar por qué colocó ahí a alguien con un perfil que en el sector privado no pasaría ni la primera entrevista. 

Si esto no cambia, el próximo apagón no será solo eléctrico. Será moral. Y no quedará ni una linterna encendida. 

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