1.-
Violetas y tierra. La primavera llegaba cuando olía a violetas y tierra en su balcón. Paquita solía identificar con un olor la llegada de cada estación, por eso, el verano había llegado cuando en su mente reconocía el del melocotón y el fin del mismo lo intuía con la uva moscatel. Aun así, le era difícil captar un olor para la llegada del invierno, porque, según ella, los vecinos debían de cocinar en exceso para la Nochebuena, lo que trastornaba su olfato. No había sido ciega de nacimiento, sino que había ido perdiendo la vista con la edad. Raramente abría los párpados, pues lo veía todo tan borroso que sentía un ligero mareo que le desagradaba. Tampoco había sabido discriminar aromas antes de que la vista fuera a menos y, en verdad, se había acentuado como pasatiempo contra la soledad.
De igual forma, junto a los cambios estacionales, había días especiales que tenían un olor peculiar. En agosto, a causa de la basura, los había desagradables; y en noviembre, debido a la lluvia, tenían lugar varios días que denominaba purificadores. Otro día que olía diferente era el Viernes Santo, pero no era capaz de inferir por qué, salvo que le agradaba y que no correspondía con ninguna flor, fruta, elemento natural ni de condición humana. En alguna ocasión se lo había referido a sus hijos, que tomaban tal comentario con sorna, como propio de alguien que ya no tiene en orden sus facultades mentales. De ahí que se guardara sus impresiones para sí.
¡Pobre Paquita! Su soliloquio le recordaba un poema de Antonio Machado.
2.-
–¿Lo hueles, María? –Paquita se tocó la nariz y exageró la inspiración del aire– ¡Violeta y tierra! ¡Es primavera!
–Sí, doña Paquita –dijo María mecánicamente, mientras barría el salón donde se encontraba. Era la tercera vez que se lo había dicho esa mañana.
–Violeta y tierras. Primavera. Finales de marzo. ¿Verdad, María?
–Sí, doña Paquita.
–¿De qué color eran las violetas? Quiero decir que las violetas son de color violeta, pero el violeta, ¿era un marrón rojizo o un azul que parece marrón?
Era una apacible mañana de primavera en Lucena. Percibía perfectamente el sonido que le llegaba desde el Coso, lo único que recibió como respuesta, pues María no sabía qué decirle… El olor de la primavera no era tan estimulante para ella.
–El violeta es violeta, como el naranja es naranja –pensaba en voz alta, cuando llegó su nieta, una niña rubia de ocho años y mucha inquietud.
–Buenos días, abuela. ¿Te has levantado bien?
–Buenos días, guapa. Sí, sin problemas. Las piernas pesan más que la ceguera, pero aún puedo hacerlo sola.
–¿Quieres que te prepare el desayuno?
–No… –Paquita negó con la cabeza– A ver si puedes ayudarme… Es que no recuerdo qué color es el violeta. No me acuerdo.
–El violeta… El violeta es como un morado claro.
–¿Morado? Recuerdo cómo era el rojo, el amarillo, el azul…, pero no el morado. ¿Qué cosas son moradas?
A la nieta le pilló de improviso la pregunta y paseó la vista por la habitación.
–Las cortinas del salón son moradas.
–Ay, pequeña, no las elegí yo, si no, me acordaría.
–Violeta es la bufanda que te regalé…
–Dime algo más viejo –le interrumpió Paquita–, para que me pueda acordar. Ahora sé que la bufanda es violeta, pero no tengo retentiva de cuál es.
En ese momento el ruido de una moto se desplazó por la calle desde el Coso, mientras la nieta siguió el estridente sonido con la mirada por el salón. Y lo vio.
–Ya sé, abuela. Ya sé cómo recordarte cuál es el color morado –dijo con entusiasmo.
–Ay, dime, dime.
–Las túnicas. El color de las túnicas de los hermanos de Jesús.
Paquita se quedó con la boca abierta y entreabrió los párpados, como si le viniera un recuerdo lejano.
–¡Es verdad! Son moradas. Ya me acuerdo.
–Pues el violeta es muy parecido. Es un poquito más claro.
3.-
–¿Has pensado en lo que te dije por teléfono?
–Sí, pero no me convence llevar a mamá a un asilo. Aquí está bien.
–Pero allí podría estar mejor y con atención en todo momento. En el asilo, muchos de los cuidadores son voluntarios y no tratan mal a los mayores, porque no vuelven si reciben quejas.
–Puede… Pero aquí podemos venir a verla siempre que queramos, en un asilo…
–¡En un asilo también! Escucha, si de todos modos, nadie viene a verla en la siesta ni de madrugada.
–¡Qué cosas tienes! Es que no son horas.
–Eso da igual. Mercedes está de acuerdo y yo lo tengo claro. Piénsalo nada más, ¿vale?
–No sé…
–¿Que no sabes…? –Oyeron ruido proveniente del pasillo–; ya lo hablaremos en otro momento, que no quiero que mamá nos oiga mencionar el asilo.
–Bueno, lo pensaré. Solamente te digo esto por ahora.
Los dos hijos de Paquita se callaron cuando esta volvía del baño agarrada a la tercera de sus hijas, Mercedes. Solamente Araceli, su nieta, lo escuchó todo, sentada en una silla frente al televisor.
4.-
Había creído oír su nombre entre sueños. Y se había despertado. Hoy no esperaba que apareciera nadie por casa. Un doliente Viernes Santo en toda regla. Pese a la fecha tan señalada, algo había pasado entre sus hijos que no querían venir a su casa a ver pasar el Señor, a Quien Le había pedido que le permitiera estar hoy con algún ser querido.
–¿Quién anda ahí? –dijo tan alto como pudo.
No recibió respuesta. Percibía vagos ruidos procedentes del salón. En un primer momento pensó en su perro, pero cayó rápidamente en la cuenta de que había muerto hacía un año. Y se preocupó, porque estaría sola todo el día y escuchaba el movimiento del silencio, como quien escucha los crujidos de los muebles en la tranquilidad de la noche y los confunde con voces.
Pensó en llamar por teléfono a uno de sus hijos y se sentó en el borde de la cama para llegar al aparato de la mesita de noche.
De repente, sintió que empujaban la puerta, pero que no se abría. En ese momento, quien estuviera en el piso de Paquita estaba girando el pomo y había conseguido abrir la puerta.
5.-
Eran cerca de las once de la mañana, cuando comenzaba a conglomerarse suficiente gente y hermanos de Jesús que llegaban desde el Coso para formar un río morado. Sobre el bullicio de las velas se oía el torralbo cada vez más cerca y todas las cabezas de los hermanos se giraban hacia el sonido en orden. El torralbo dio paso al tambor, al timbre y al miserere.
En el balcón de su piso estaban Paquita y su nieta, quien se había salido de su casa, sin avisar a sus padres, para ver a Jesús desde el balcón de su abuela un Viernes Santo más. Le había dado un buen susto, pero se alegraba de su escapada; no obstante, le había preocupado lo que le había dicho nada más verla:
–Siempre voy a venir a verlo contigo, abuela, incluso cuando estés en la residencia.
Le extrañó que hubiera empleado esa palabra, pues probablemente no supiera lo que significaba. No tardó en llegar a la conclusión de quién podría haberla oído: sus hijos no habían venido hoy, porque habían discutido sobre la ocurrencia de llevarla a un asilo.
La travesura de su nieta, que le había hecho olvidar la tristeza de la ausencia de sus hijos, le había mostrado su causa.
6.-
Y llegó el momento. Paquita percibía los tambores y el torralbo delante de su balcón, pero nada igualó la sensación de oír la voz de Araceli:
–¡Aquí está!
Nuestro Padre Jesús Nazareno, el Señor de Lucena, la vería en su balcón, aunque ella no pudiera corresponderle con su mirada.
En un descanso de los tambores, Paquita empezó a percibir el olor especial que únicamente tenían los Viernes Santo. Inspiró profundamente y se llenó los pulmones de aquel aroma. Araceli la vio y la imitó.
–Tú también lo hueles, ¿verdad? Huele a Viernes Santo –sonrió Paquita.
El manijero llamó a los santeros y volvió a tocar el timbre. Otro horquillo de los santeros que se alejaban en busca de la calle Las Mesas.
7.-
Podría asegurarse que el Sábado de Gloria fue un día normal. María había ido más temprano de lo habitual, porque la noche anterior se había enterado de que Paquita había estado sola todo el Viernes Santo, lo que la había dejado inquieta, ya que tenía estima a esa mujer. Sin embargo, se la había encontrado levantada y muy contenta.
–¿Cómo es que está hoy tan alegre?
–Ayer tuve un regalo del Señor –respondió sonriendo Paquita.
–¡No me diga! ¿Y cuál fue, si puede saberse?
–Mi nieta.
Ese mismo día zanjó el asunto de la residencia con sus hijos. Nadie fue capaz de sacarla de su piso.
8.-
–¿Y dónde está el Señor?
–Es la Plaza Nueva, está delante del ayuntamiento.
Paquita le había hecho un encargo a su nieta. Había ido a la Plaza de Archidona, entre el castillo y la Plaza de Abastos, para comprar una fotografía en los expositores de cuerdas que durante la semana de Pascua suelen colocarse. Allí miró concienzudamente las del Viernes Santo y avisó al responsable del negocio, cuando atisbó la que correspondía con las características que le había señalado su abuela.
El encargado se la preparó y la metió en una bolsa transparente de plástico, lo que le venía bien para captar detalles que le preguntaba su abuela.
–¿Cómo es la túnica que lleva?
–Mi papá dice que es una persa.
–¡Ah! ¿Y qué más se ve en la foto?
–Los faroles del trono, flores rojas, unos angelitos y…
–¿Y…?
–Algo que está delante del Señor, a sus pies. Sale humo de eso, pero no son velas.
–¿Quizá incienso?
–Pero, abuela, en el trono no hay… ¿incensarios?
–¡Vaya misterio! Luego preguntaremos a tu padre.
En ese momento no lo sabían, pero lo que habían visto a los pies del Señor, como siempre, desde siempre, eran los pebeteros que se consumían lentamente para dar olor de Viernes Santo.
«Olor a Viernes Santo» pertenece a Vieja túnica y otros relatos de Manuel Guerrero Cabrera (Áticabooks, 2017).