Mi primer recuerdo claro de Manolo se remonta a una tarde limpia y soleada en una acera de la calle del Agua. Entró en mi vida como el novio de una prima de la que hoy es mi mujer. Y con la suficiencia propia hacia los más jóvenes de aquellos que, siéndolo igualmente, ya vislumbran próximo su vuelo, lo juzgué como un chaval simpático, pero quizá algo disperso.
Años más tarde comencé a verlo por la Facultad. Saludos a diario, algunas conversaciones de pasillo, siempre sonriendo. Y al final de aquel curso me pidió que le ayudase a reconciliarse con los discursos de Cicerón, con Virgilio y con sus versos. Fue entonces cuando realmente conocí a Manolo, cuando descubrí que todo aquel torbellino tenía un norte cierto ¡Qué verano!
Gramática, la justa; traducciones, sí, pero, literarias, que las literales están faltas de ingenio; cafés; música; mucha literatura; y, de remate, al caer la tarde, una carrerita campera. Todo muy intenso. Como la vida que los dos nos dibujábamos en un futuro largo y abierto. Como la osadía de la imagen con que andando el tiempo tituló su poemario primero, Yo maté al cisne.
Desde aquellos tiempos han pasado más de treinta años, a lo largo de los cuales hemos compartido la pasión por la lectura, por la escritura, por el deporte, por el buen vino, por la buena mesa, por la magia en la docencia.
Treinta años largos en los que Manolo ha sido, además, mi compañero de oposiciones, mi colega de trabajo, mi pesadilla en las medias (entrenaba poco y corría mucho) y hasta mi presidente en el Consejo Escolar de Lucena. Treinta y muchos años siendo imprescindible en la galería de mis entretelas.
De Manolo me quedo con su cordialidad, su generosidad, su bonhomía, su entusiasmo, su energía, su inventiva, su brillantez, todas esas cualidades con las que impregnaba no sólo sus versos, fulgentes y exquisitos, sino cualquier otra empresa que acometía. Sin embargo para mí lo más singular de él, lo que lo definía, era su actitud posibilista. Recientemente alguien, en una suerte de taxonomía, me clasificaba a las personas por su visión de la vida. Y automáticamente, como un resorte, yo pensé en Manolo, como arquetipo indiscutible del posibilismo, cohete humano, tigre impar, hoplita espartano.
Es por eso que aún hoy, a tres días ya de que, ahora sí, matara al cisne, obcecadamente me resisto a despedirlo y lo emplazo parafraseando los versos de otro perito en lunas cuyo rayo nunca cesa
"A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, haijin eterno".
Rafael Reyes