Querido Manolo:
La última vez que me cupo el placer de entablar una conversación contigo y de paso echar un vistazo al borrador de los versos de tu Catadora, te descolgaste con la promesa de que ibas a pactar con la dolencia que te acosaba una dilatada tregua que te permitiera ejercer de presentador de un libro que yo estaba terminando y que a no mucho tardar iba a ver la luz. Habida cuenta de tus dotes de persuasión y mi ilimitada fe en tus palabras, yo me lo creí, y puede que por esa razón bajara la guardia y no me diera prisa en aplicarle el brochazo final que toda publicación requiere. Y ahora, visto lo visto, no sabes, mi querido amigo, cómo maldigo mi exceso de confianza y cuánto me arrepiento de mi indolencia.
Jamás te agradeceré lo bastante –unas cuantas botellas de Rioja son poca cosa– el esfuerzo que te viste obligado a realizar allá por mayo de 2017 cuando, luego de haber tomado parte por la mañana en unas jornadas zaragozanas que versaban sobre tus admirados judíos, te recorriste media España, te personaste a la caída de la tarde en el Palacio Erisana, tomaste posición ante tu amado micrófono y glosaste la novela que ese día yo sacaba a la luz. Y fue tal el impacto que tus coloridas palabras suscitaron entre amigos venidos de fuera, que, luego, en la intimidad, lejos de proceder a elogiar o al menos comentar mi criatura de papel, los muy ingratos se entregaron a elevar a los altares a aquel jovenzuelo elegante, guapetón y divertido que tan sincero cariño me había manifestado en su intervención y los había dejado con la boca abierta.
En más de una oportunidad me fue concedido el privilegio de compartir asiento contigo de resultas de la puesta de largo de algún que otro libro y fue en el trascurso de uno de esos actos en el que arrancó mi admiración sin paliativos hacia tu persona por tu versátil oratoria, tu pericia en fundirte con el auditorio, tu arriesgada puesta en escena, tu desparpajo, tu espontaneidad, tu capacidad de improvisación, tu sonrisa sin doblez y el torbellino de ideas que a tus labios afloraban.
Acuérdate de aquella tarde en que, por mor de compromisos que habías tenido que atender un rato antes, llegaste a la mesa de los intervinientes con el acto ya iniciado, corbata en mano y el rostro sofocado, inquiriendo detalles concernientes a la obra que ibas a presentar y ojeando a todo correr páginas de la misma escogidas al azar. A día de hoy te confieso que me vi invadido por una insana envidia al comprobar cómo, sin nota alguna en que apoyarte, interviniste con más aplomo y autoridad que los que habíamos leído la obra una y mil veces y nos limitamos a leer un folio.
No se borran de mi memoria el curso que fuimos colegas en uno de los institutos de Lucena ni los periodos de descanso entre clase y clase que empleábamos en intercambiar sutiles relatos de mitología así como en proponer situaciones extravagantes, surrealistas, kafkianas, hilarantes, con ánimo de concitar la sonrisa de los más circunspectos que entraban y salían de la sala de profesores. Porque, contigo de colega, trabajar y divertirse se tornaban sinónimos y el buen humor y la risa estaban garantizados, no en vano atesorabas la virtud de hacer sentir bien a quien tenías enfrente y al objeto de que se vieran forzados a reír afirmabas con toda la seriedad de que eras capaz que, en palabras de nuestro paisano Séneca, "aquel que no sonríe no merece ser tomado en serio". Y los compañeros se creían a pies juntillas que tan profunda sentencia había salido de la pluma del filósofo cordobés. Y yo también me lo creía. Hasta que un día me dio por curiosear y preguntarte de qué obra de Séneca habías extraído ese pensamiento, que yo no lo encontraba por ninguna parte. Y como no podía ser de otra manera fue tu risa, que acabó por contagiarme, la que respondió por ti.
Doy por sentado que la debilidad que día tras día revelaste por las humanidades y de modo muy especial por los mitos griegos va a obtener, de parte de aquellos a quienes con desmedido entusiasmo cantaste en tus versos, su merecida recompensa en esta nueva vida que no ha mucho has emprendido. De ahí que aliente la esperanza de que, una vez hayas cruzado la Laguna Estigia a bordo de la barca de Caronte, ni que decir tiene que sin la obligación de portar el acostumbrado óbolo en pago del viaje –las divinidades del Olimpo no echan en saco roto el trato que les dispensaste y te están eternamente agradecidas por la publicidad que de ellas hiciste–, te darás prisa en tomar el camino reservado a los bienaventurados y te adentrarás en los Campos Elíseos, en cuyos vergeles vas a gozar de la presencia de quienes fueron tu fuente de inspiración. Y a la vista de tu apostura, tu elegancia, tu facundia y esa virtud tuya de propiciar el disfrute de los demás, no sería de extrañar que de aquí a nada fueses convocado por el omnipotente Zeus a su mansión olímpica, un lugar en el que nunca llueve y reina perpetua la primavera, con el ruego de que asistas cuanto antes a los banquetes de los que participan los dioses, que allí sin ti se aburren. Y me da a mí que al cabo de unos meses ya te los habrás ganado y a la vuelta de un año como mucho los habrás inducido a que destierren el néctar y la ambrosía e importen cervezas, vinos de Rioja y caracoles y boquerones en vinagre y percebes. Bueno, y lo que a ti te apetezca. Que ahora no recuerdo si las ostras eran santo de tu devoción o las odiabas cordialmente. Y esto es todo por el momento, mi buen amigo.
Besos gruesos.
P.D. Manolo, ya puedes ir reservándome un sitio en la mesa de los dioses, a ser posible frente a ti y con Afrodita a mi derecha y Hera a mi izquierda. Que tú tienes mano para eso y más.