Tres días antes de que la patrona de Lucena fuera coronada canónicamente, Fray Albino, recordado prelado cordobés, asiste junto a la corporación municipal a la rotulación de la calle Santa Marta Baja, desde esa fecha dedicada también a Fernando Ramírez de Luque. Setenta y cinco años después de aquel 29 de abril de 1948, a pesar de que la modificación de la nomenclatura haya sido desatendida por los vecinos que prefieren, por tradición o laconismo, el nombre de Santa Marta, siempre con el apellido de Baja para distinguirla de la Alta, conmemoramos igualmente el segundo centenario de la muerte de esta figura.
Fernando Ramírez de Luque recibió las aguas bautismales en San Mateo justo un día después de su alumbramiento, acaecido el 19 de junio de 1745. Criado en el seno de una familia acomodada, Fernando ingresó en el colegio de la Purísima Concepción de Cabra, donde se formó en Filosofía. Ferviente seguidor de las tesis tomistas, completó sus estudios en el seminario de San Pelagio de Córdoba, siendo ordenado sacerdote y celebrando su primera misa en 1769. Experto teólogo, versado en artes, aficionado a disertar sobre temas de moral y amante de la literatura y de la escritura, Ramírez de Luque alcanzó el puesto de cura beneficiado de San Mateo, iglesia para la que encargó el retablo, hoy desmontado, dedicado a San Juan Nepomuceno. Siempre se mostró estrechamente unido a Lucena y dedicó su vida a implicarse en los asuntos de la localidad, participando en la fundación del colegio de niñas de la calle Las Mesas y en la Sociedad Económica de Amigos del País. Asimismo, ocupó el cargo de hermano mayor en la cofradía de Nuestra Señora de la Paz y fue miembro activo de la congregación de Servitas.
Sin embargo, Ramírez de Luque adquirió protagonismo tras la publicación, por parte del sacerdote Fernando José López de Cárdenas, de una historia de Lucena. El cura de Montoro, como era conocido, empleó el idioma de la mentira para posicionarse en el bando antiseñorial y, a través de la manipulación histórica, justificar el patronato compartido de la Virgen de Araceli y San Jorge sobre la ciudad, cuestionando así la unión del pueblo con los dueños de sus tierras, nobles desentendidos de la población salvo cuando de vaciar sus bolsillos se trataba. Ramírez de Luque, aracelitano irrefrenable, lanzó dardos de tinta al pseudohistoriador y a todos los adelantados del bando sanjorgista desde un campo de batalla sin almenas ni trincheras, pero igualmente hostil, y arbolando con su puño el estandarte de la fe y la honestidad. Rendidos aquellos ante el tierno e incuestionable amor de la Virgen de Araceli, el patronato único fue felizmente proclamado. Por el camino, Ramírez de Luque dedicó a su devoción principal, que es también la de todos los lucentinos, los más elevados piropos; a sus oponentes, los más irritantes insultos.
Revertida Lucena a la Corona, librada de disputas entre la oligarquía local y el señor, la peste francesa encumbró a Napoleón a la cima del poder aupado en su codicia por hacerse dueño de Europa. Y, en esa Europa incapaz de ofrecerle un digno rival, España abrió sus puertas al corso. La inoperancia de nuestras autoridades detonó la reacción visceral de los españoles, que iniciaron la guerra de la Independencia, en la que nuestro presbítero se posicionó del lado patriota, clamando la salida de los franceses de nuestro país y denunciando con desprecio al miserable Napoleón. Expulsados los vecinos a empujones y con fusiles ingleses en la nuca, el retorno del rey Fernando, deseado por muchos, no cumplió con las expectativas de nadie. Las libertades acordadas en La Pepa y los decretos construidos sobre ella se derrumbaron. La ventana al progreso y a la modernización del país se tapiaba y los que, como Ramírez de Luque, se habían asomado a ella no pudieron apoyar a quien interrumpía las vistas. Como liberal convencido, Ramírez de Luque se manifestó públicamente, lo que llevó a que la estima de sus convecinos, infectados con el síndrome de Estocolmo, mermara.
A punto de cumplir los sesenta y ocho años, Fernando Ramírez de Luque se encontraba, el 4 de junio de 1823, con el rostro de Aquella a la que tanto había honrado en tierra, con Aquella por la que reconoció que no le importaba que lo tomaran por “loco, vano, jactancioso, infame, falso, impostor, maquinista, adulador, necio, seductor e insano”: María Santísima de Araceli. En tierra, dejaba un lecho vacío en su casa de la calle Santa Marta Baja y el recuerdo de un hombre honrado, devoto y culto, un auténtico erudito sin miedo a publicar sus pensamientos. Sirvan estas líneas como recuerdo del paisano que nos enseñó que la historia se puede explicar en la cercanía de una mesa camilla hasta transformar lo comúnmente tedioso en una tarde divertida; que toda amenaza a Lucena y a su patrona debe contar con una justa defensa para alcanzar el desagravio; y que los rótulos de nuestro callejero hay que leerlos completos porque nos susurran sobre un insigne pasado que es el sustrato de nuestro presente.