Desde que en 1615 el concejo lucentino, a instancias del duque don Enrique Ramón Folch de Cardona, instituyó una feria —entiéndase mercado— entre las festividades de san Mateo y san Miguel, sorprende que en las actas capitulares municipales falten otras referencias, hecho que, por otra parte, no es indicativo de que no se celebrasen. Hay que esperar al siglo XIX para dar en los citados documentos con una referencia expresa a la feria del Valle, en este caso puesta en relación con el transitado camino entre Lucena a Cabra, vía del secular intercambio comercial entre ambas localidades y también de tránsito hacia otras poblaciones de Córdoba, Jaén y el centro de la península.
A principios de 1802, con la intención de reparar la media legua de camino que de esta Ciudad se dirige a la villa de Cabra, el concejo de Lucena consultó a la corona acerca de los medios para extraer legal y lo más suavemente posible fondos para hacerlo. La respuesta se vio en cabildo de 22 de febrero, presidido por el corregidor don Antonio de la Escalera. Era una carta orden de don Agustín de Betancourt, director general de los caminos y correos del reino, en la que desechaba la imposición de más arbitrios al vecindario. No obstante, preguntaba si se celebraba en la ciudad alguna feria de ganados de la que extraer mediante tasas los medios para efectuar las pretendidas reparaciones. A fin de que estudiaran el asunto e informasen, el ayuntamiento comisionó a sus regidores don Juan Cabrera y don Pedro José Moyano.
Debían ser tipos eficientes, pues solo cinco días tardaron en exponer a sus compañeros varios métodos de ‘extracción’ económica, lo más indoloros posible y, según aseguraban, tan productivos que no sólo se podría reparar la media legua de la citada vía, sino el tramo lucentino, mucho más largo, del camino de Antequera, al que también le hacía mucha falta.
El primer medio consistía en la imposición de cuatro reales de vellón sobre cada arroba de aguardiente expedido al por menor en las tabernas y quioscos de la ciudad y de sus aldeas: Encinas Reales y Jauja. El segundo, en los beneficios obtenidos de la celebración de seis corridas de toros. El tercero, en gravar por una sola vez, el uno por ciento del valor de las fincas inmediatas al camino, y la mitad a las confinantes con éstas, según peritaje de los expertos municipales. El cuarto y último declaraba que, puesto en que Lucena de tiempo inmemorial se celebra una feria o especie de mercado en el día 8 de septbre. de cada año en el ejido que nombran del Valle, podrían ampliarse tanto el espacio donde emplazar la misma hasta llegar al Rigüelo —es decir hasta donde hoy están ubicados el ferial, la plaza de toros y el auditorio—, como la variedad de ganados u productos comercializables y el tiempo de su celebración, fijado en los días 6, 7 y 8 de dicho mes, imponiendo un gravamen del tres por cierto a todas las transacciones.
En realidad, según declara el acta capitular municipal de 4 de septiembre de 1819, lo que se pretendía era transferir la llamada velada del Valle a feria formal, ya que en Lucena se celebraba un mercado de ganado todos los sábados en el Coso, con el disgusto de los vecinos por los ruidos, malos olores e incomodidades a que daba lugar.
El 4 de mayo, martes siguiente al día de la Virgen, el ayuntamiento supo que su majestad Carlos IV había aprobado sus propuestas, recomendado la designación de dos depositarios de los fondos, de probada honradez y acrisolado desinterés, ya que los no podían percibir sueldo ni emolumento alguno, pues el amor patriótico y el bien público les debe estimular a semejante servicio. Puestos a buscar especímenes tan escasos, sus señorías dieron con don Martín de Cabrera Huerta y don Juan José Cabrera y Ruiz.
Semanas más tarde, el 29 del mismo mes, el consistorio se dispuso a organizar uno de los cuatro proyectos recaudatorios: la celebración en el Coso de tres corridas de toros los días 3, 4 y 6 de septiembre. El evento fue anunciado en la comarca, así como la feria y el destino de los beneficios. También, para disgusto de los asiduos en anestesiar al gusanillo con anís, que a lo mejor no pasaban por el camino de Cabra ni por casualidad, se puso en vigor aquel mismo día el arbitrio de los cuatro realazos en cada arroba de aguardiente.
En marcha la preparación de las corridas, el 4 de agosto el ayuntamiento estudió una instancia de los hermanos don Juan y don Francisco Domínguez, comerciantes de Córdoba, ofreciendo 12.200 reales en la subasta de la plaza para las tres corridas programadas de treinta toros, cuya salida se había fijado en 12.000, ampliando su oferta para las tres del año siguiente a 28.000 reales. El ayuntamiento reclamó 30.000 e impuso entre otras las siguientes condiciones: que el precio de los asientos no podría exceder de cuatro reales por la mañana y ocho por la tarde —como se ve eran dos sesiones diarias de toros—, las delanteras a seis y diez, y los balcones, a 400 reales cada uno, compensados los que estén en la sombra con los del sol. También que la carne de los toros expedida en las carnicerías públicas pagaría los impuestos en vigor; que los hermanos Domínguez estaban obligados a construir los toriles y la plaza, que los toros debían tener de cinco años para arriba, no haber sido lidiados y pertenecer a las castas más conocidas de Utrera, Sevilla u otros pueblos de la baja Andalucía y que los chulos, matador y picadores han de ser de los de mejor fama de estas provincias y la función ha de estar bien provista de caballos y demás necesario al completo lucimiento de ella.
En vísperas del evento, en cabildo de 26 de agosto los capitulares señalaron el emplazamiento de la feria. A saber: ejidos alto y bajo del Valle, las paredes de las casas que miran a él y las calles del Peso y Sn. Pedro hasta el convento de Sto. Domingo.
El año siguiente no varió la celebración salvo el nombramiento de los depositarios.
Conviene destacar que el impuesto sobre las transacciones de ganados y otras mercaderías se mantuvo a partir de entonces. Con ello la celebración de la feria fue asunto tratado por el concejo en las postrimerías de cada mes de agosto y objeto de la intervención municipal. De hecho, en los amargos tiempos de la ocupación francesa, el 31 de agosto de 1811 el concejo, presidido por don Juan Álvarez de Sotomayor, buscando la comodidad del vecindario, acordó establecer las tiendas de mercaderías, quincallas y comestibles en la plaza Nueva, llenando todo su recinto, quedando ubicados los ganados, en el sitio acostumbrado del ejido del Valle.
Dos años después, liberada Lucena y los franceses poniendo pies en polvorosa por el norte de España, a últimos de agosto, el consistorio, ahora presidido mancomunadamente por los alcaldes constitucionales don Miguel de Uclés Sanmartín y don Martín Cortés Chacón, encargó la preparación del emplazamiento del ferial al regidor don Diego Algar que, para empezar, se encontró con unos monumentales estercoleros a la salida de las calles de San Pedro, del Peso y Pajarillas. Consecuentemente, el concejo dictó un bando en que ordenaba que los dueños de aquellos malolientes depósitos los levanten inmediatamente dejándolos limpios y aseados, para que sin estorbo alguno se pueda celebrar la enunciada feria bajo los apercibimientos que este cuerpo tenga a bien imponerles.
En vísperas del evento, en cabildo de 26 de agosto los capitulares señalaron el emplazamiento de la feria. A saber: ejidos alto y bajo del Valle, las paredes de las casas que miran a él y las calles del Peso y Sn. Pedro hasta el convento de Sto. Domingo.
La figura del depositario de los fondos generados por la feria fue desechada pronto. Era tan laborioso e ingrato el cobro del gravamen a los avispados mercaderes de ganados y vendedores en general de aquella feria-mercadillo, que no había concejal que aceptase el encargo; de manera que el ayuntamiento acordó largar el trabajo a algún particular echado p’alante, a cambio de cien ducados, dejándole como ganancia lo que pudiese obtener de más. No obstante, las rentas de la feria continuaban teniendo oficialmente como destino la reparación de caminos, ahora no solo el de Cabra, de manera que en 1816 fueron reclamadas al ayuntamiento, incluso con apremios militares, por el conde de Montijo, capitán general de la costa de Granada, presidente de su Chancillería y superintendente de caminos, por lo que se acordó remitirle los cien ducados referidos, aunque, eso sí, solicitando que se efectuaran reparaciones en el camino de Cabra.
La feria de 1819 se celebró, a pesar de las discrepancias entre el ayuntamiento y la junta local de sanidad, que había manifestado su temor al contagio de una epidemia de fiebre amarilla que afectaba a los puertos de Cádiz. Ante la inacción del concejo y desoyendo los avisos sanitarios, numerosos comerciantes forasteros acudieron a Lucena constituyendo la feria-mercado en el Coso, variándola de sitio del Egido del Valle, que desde inmemorial tiempo a esta parte se ha usado para ella. Visto lo cual, el concejo, deseoso de paz y buena armonía, para cubrirse las espaldas declaró en cabildo de 4 de septiembre que declinaba cualquier responsabilidad si por desgracia resultase contra la salud pública algún perjuicio, por no haberse hecho tal innovación con conocimiento de este M. N. Ayuntamiento.
Concluyo con dos noticias relacionadas con la feria. Una, de 1820, aparece en el periódico Miscelánea de Comercio, Política y Literatura, de 13 de septiembre y dice: La feria ha sido mala por causa de los ladrones y por la epidemia de los puertos. La otra se refiere al cambio de fecha para su celebración y está datada el 5 de septiembre de 1827. En el acta de su cabildo el ayuntamiento manifestó que en los días 6, 7 y 8 había poca concurrencia, por lo que acordó y publicó bando haciendo saber a todos los vecinos de esta Ciudad y forasteros en ella, que los días de feria se transfieren al ocho, nueve y diez del corriente.
Así se mantuvo hasta hace poco.
(De Historias Lucentinas III. (En preparación)