Un nuevo pensamiento de esos tontos, que luego no lo son tanto, comenzó aquella tarde en la que me dijo que no vendría, en la que me quedé mirando al infinito, sentada en el brazo del sofá, con ese bonito vestido que al fin me entraba, apretando con fuerza el móvil, controlándome para no tirarlo y reventar de nuevo la pantalla. ¡Que frágiles son los móviles de ahora, con cualquier golpecito los cascas!
Después de un rato allí sentada, con mil discursos perfectamente estructurados, destinados a mi misma (sí, a mi misma, y no es de sorprender, que la que diga que no se suelta de vez en cuando un discurso, mas o menos estructurado, miente), decidí ir a mi habitación, quitarme el vestido y meterme en la cama con intención plena de dormir.
Pero ahí estaba él, dando vueltas en mi cabeza, mientras yo me hacía mil preguntas absurdas sobre nuestra extraña relación, esa que se me escapaba de las manos y que no controlaba de ningún modo.
Llevaba días buscando su compañía, intentando verle y pasar el tiempo que él creyera oportuno, porque para mí nunca iba a ser demasiado, y como enamorada estúpida que puedo llegar a ser, permitiría sin ninguna objeción que él midiera el tiempo. Pero lo que obtenía con mis invitaciones eran negativas, excusas o silencios (sabéis de que os hablo, ¿eh?).
Cerré los ojos acurrucada bajo las sábanas, y con otro autodiscurso me hice un juramento sincero:
—Aunque el deseo queme mis pulmones, aunque las ganas atraviesen mi estómago, no volveré a hacerlo, no volveré a llamarle, no volveré a soñarle si no me merece la pena, pero…
Espera, espera, ¿cómo que si no me merece la pena? ¿Qué pena?
Un minuto en sus brazos me había merecido tantas veces la alegría… Esa sensación de paz y a la vez de placer que se siente cuando estas donde quieres estar, con la persona que quieres estar, en el preciso instante en el que quieres estar, esa sensación que merece todas las alegrías de la tierra.
Pero… ¿Un minuto en sus brazos y días de completo vacío? ¿Días de preguntas, de desdichas, de frustraciones y desvelos? Eso… ¿Eso merece la pena? ¿Merece mis penas?
¿Por qué algo debería merecer la pena? ¿En qué momento alguien decidió que era coherente sentir pena a cambio de bienestar, placer o felicidad? ¿Quién se inventó semejante fanfarria?
Un minuto en sus brazos debía merecer la alegría, un minuto en mis brazos sí merecía la alegría. ¿Por qué siempre tenemos en la cabeza hacer algo o dejar de hacerlo porque merezca o no la pena?
Mis tardes de charlas y risas con las amigas, me merecen la alegría. Que mis perros me reciban al llegar del trabajo, me merece la alegría. Que mi madre me haga croquetas, me merece la alegría.
Que ese chico me sonría en el bar mientras charla con sus amigos, me merece la alegría.
En ese momento de "acurruque" tomé una decisión, no volveré a cuestionarme que algo, sea el amor de mi vida o sea comprar una camiseta, merezca la pena.
¡Basta ya! A partir de ahora, todas las decisiones que tome merecerán o no la alegría y como la alegría siempre es de meritar, ya tengo la respuesta para todo. Por favor no más penas, ni mereciendo ni sin merecer.
Tamara López Soria