Hace una semana era Viernes Santo, y de aquella jornada concisa y pasional, de aquel día en que Lucena es más Lucena, es la Lucena de siempre, tan solo queda un crisol de morados en la retina.
Que la Pollina saliera antes del Ángelus y que fuese un tapiz terroso el que enmarcaba la jornada de las palmas y de los ramos, no resultó ser buen augurio. De hecho, quizás fuese el signo, que no síntoma, de que esta Semana Santa vendría a romper con los moldes, las ilusiones y las esperanzas preconcebidas. Atrás quedan los días en que, como un infame efecto dominó, nos fuimos diciendo: “mañana se mejorará, ¿no?” o “esto no va a ser todos los días, no ha pasado en la vida”. Pues sí. Ha sido todos los días.
De esos días marcados, pero incompletos, ahora solo queda la cera tímida, algún coágulo de promesa en el suelo, algún recuerdo insípido, algún recuerdo afortunado, muchos horquillos vertidos al abismo y el miedo al vacío, cicuta que solo sana el acicate aracelitano, llamando a la puerta con su himno y con sus flores. Hoy, las calles, metamorfosis de la nada, son un mapa discordante del sueño que tenía que pasar y que no pasó; porque no se salvó ningún día.
Ahora que ya quedaron mudos los bronces con nombre y apellidos, algunos bañados por el ente líquido anhelado, muere marchita la sombra del gozo. Solo queda la mancha disoluble de los días como una gota de olvido, mas también queda el pronto retozo en las mieles destiladas del tiempo que anduvo. Mientras, se repite y repite la peregrinación de días que pertinazmente embrutece la nostalgia y que nos aísla en oasis de esperas.
Ahora que ya ha llegado el sabor a primavera que tenía que estar y que no estuvo, nuestra tierra viste un manto calado en el que se entretejen los rayos del sol. Incluso La Capilla, bastión último del bendito caos de las mayordomías, ha retornado en el remanso de paz que acostumbra a ser. Además, nos aguarda todavía como un dardo que es la puntilla a la res herida, el adiós momentáneo y extenso que hemos de decirle al Señor de la Columna... Vaya tela, cómo hemos entrado en abril.
Solo queda refugiarse en el consuelo de que hubo años más aciagos, años en que el paño de llantos de la Amargura recaudó un mayor caudal de lágrimas, y solo queda –aparte de las ganas de llorar de Jeanette- la alegría de saberse afortunados por nuestros embalses, y porque en conjunción con la lluvia esperada en la semana equivocada, el Señor pudo plantarle cara a los sayones, pudo levantarse tres veces y pudo bendecir a Lucena... hace una semana.
Y hoy sí, ya más que nunca, puestas las andas en su anual panteón, arrancadas de los bancos en que se las veló –cadáver caliente de flor y cera-, buscando atajos, hoy, como rezó y sentenció Rafael Montesinos en El rito y la regla: “la memoria escoge el camino más corto para herirme”.