En este punto de la Cuaresma todo se acelera. Lucena despierta de su letargo. Parece como si hasta que no llega el cuarto domingo de este tiempo cuaresmal no tomásemos cuenta de que la Semana Santa está a la vuelta de la esquina, ese cuarto domingo en el que los ojos azules y penetrantes de un reo maniatado despierta las ganas y las ansias por escuchar los sones de un torralbo, cuando la sangre se derrama por Santo Domingo, la Bondad se hace Divina Madre por la Calle Ancha, el Altozano de Jesús Abandonado se convierte en Valle de plegarias y la Humillación acrecienta el dolor de una Madre por San Mateo. Tras ese cuarto domingo llegan los cinco días del Señor de Lucena. La espera toma otro cariz y se transforma en calma tensa.
El Señor preside el altar mayor por San Pedro Mártir con túnica persa y cruz de plata, vuelve a la ciudad la voz del querido Don José Félix y cinco misereres rasgan las bóvedas del templo tras las cinco misas. Calma tensa que preludia los ocho días grandes que van desde San Mateo hasta el dintel de los Frailes y que tendrán su cénit bajo la neoclásica portada de la Capilla del Señor un viernes a las 6 de la mañana, siempre a las seis de la mañana.
Como en su altar, las luces que se encienden con Él también se apagarán y las volutas de humo traerán muerte una noche de viernes y soledad una tarde de sábado y se volverá a encender en blanco fulgor la mañana luminosa del domingo de todos los domingos.
Empezó el quinario del Señor, vendrá un domingo de multitudes y un miserere en el Llénete. Será el principio del final de la espera.