A cinco minutos de las dos de la tarde del 31 de mayo de 1906, un ramo de vistosas flores lanzado desde un balcón a la salida del nuevo matrimonio presagiaba el fin de la celebración. El anarquista Mateo Morral había viajado desde Cataluña hasta Madrid con la única intención de esconder entre pétalos y tallos del inocuo obsequio un explosivo que, al impactar contra el carruaje, estallaría. Unas catenarias, más alfonsinas que el propio Alfonso, desviaron la trayectoria del artefacto, que fue a parar al público ferviente que vitoreaba a los cónyuges. Más de veinte fueron las víctimas mortales del atentado, en el que se contabilizaron más de un centenar de heridos entre los que no se encontraban los recién casados, Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg. La muerte tendría que esperar para poder separarlos si el tedio no se hubiera adelantado. Pasado el disgusto, la cena prevista para esa noche siguió su curso, pudiendo disfrutar los comensales de un elaborado menú que terminaba con un pastel de bizcocho, pasas y crema que se convertiría en la primera tarta nupcial servida en nuestro país. Sin embargo, el pastel de bodas no sería lo único que Victoria Eugenia exportó de Reino Unido.
Antes de cumplirse un año de los esponsales, nacía en el Palacio Real de Madrid el primero de sus siete hijos, el infante Alfonso. El pequeño, que habría de convertirse en el futuro Alfonso XIV, pronto manifestó poseer una salud delicada. Por sus venas no circulaba sólo sangre azul sino también el mal de la hemofilia. Esta enfermedad, transmitida por las mujeres pero desarrollada únicamente por los hijos varones, impedía el normal desarrollo de la vida de un niño que habría de ser rey de España. El temor a una hemorragia convirtió al príncipe en un ser cristalino para el que cualquier sospecha de juego estaba prohibida. La relación de los padres se deterioraba poco a poco a golpe de socarronería e inglesa abulia y, aunque la sucesión quedó garantizada con el nacimiento de otros hijos varones, especialmente de Juan, que no desarrolló la enfermedad, el rey jamás perdonó a su consorte las noches de desvelo por la peste inglesa que se propagaba ahora entre la Casa Real española.
Cordial y educada, amante de la gastronomía española, quizá mucho más que de sus gentes, Ena, como era conocida en sus círculos más íntimos, se esforzó en agradar al país. Este conato de simpatía, en parte, no fue recíproco, o al menos fue esa la sensación que percibía la nieta de la reina Victoria. Lucena, pueblo acogedor y cálido, abrió sus brazos a la monarca, proponiéndole el cargo de camarera de honor de la Virgen Santísima de Araceli. Este puesto, que han ostentado distinguidas y afortunadas señoras lucentinas a lo largo de los siglos, fue aceptado por la reina, que desde 1908 lo ostentó virtualmente.
El 31 de mayo de 1906 no fue más que el preludio de un reinado turbulento. Las preocupaciones relativas a la sucesión al trono quedaron resueltas con la proclamación de la II República en abril de 1931. Hechas las maletas con cierta premura, la familia se exilió en Francia. Poco después, Victoria Eugenia decidió separarse de un esposo infiel y desligarse de una vida que ya no se parecía a lo que habría esperado. Aunque regresó brevemente a España para asistir al bautizo de su bisnieto, el actual Felipe VI, sus días acabaron en Suiza, alejada de la presión de un país en el que nunca terminó de encajar pero que, eso sí, le había enseñado uno de los platos más suculentos que jamás pudo probar: la tortilla de patatas.