El cristal de las aguas se reflejó en sus ojos, más caudalosos que el río. Comprobó una vez más, la última, que los pequeños estaban bien arropados y los arrojó a su suerte en un canasto de mimbre. Nublada su razón por la desesperación, Rea Silvia concluyó que era la única manera de garantizarles un porvenir. Tiempo antes, el padre de la joven, víctima de la insana envidia, había sido asesinado por su propio hermano para convertirse en rey. Como hombre precavido vale por dos, el iracundo fratricida salvaguardó su ilegítimo gobierno cercenando también las vidas de sus sobrinos varones. En un arrebato de cordura transitoria, dejó en libertad a su única sobrina, condenándola, eso sí, a ser desterrada y privada de descendencia. Marte se enamoró de la desdichada y la sedujo en su exilio, engendrando con ella a Rómulo y Remo, los gemelos que ahora, huérfanos, surcaban las aguas sin vela ni rumbo.
El viento como timonel transportó la embarcación por la quietud de la corriente hasta encallarla en un sauce que, sediento, lanzaba sus ramas al río. Por los contornos paseaba Luperca, una loba con insaciable instinto maternal y olfato privilegiado, que rescató y alimentó a los hermanos hasta que un matrimonio los adoptó. Andado el tiempo, los muchachos conocieron sus orígenes y urdieron un acto de justicia y venganza que fue recompensado con la entrega de unas tierras a orillas del Tíber, el lugar en que sus vidas habían sido indultadas. Debían escrutar las señales e interpretarlas para, solo entonces y en el lugar indicado, proceder al ritual fundacional de una ciudad. Rómulo entendió que el monte Palatino era el adecuado; Remo, que el Aventino. El primero trazó certero los límites de la muralla y prometió matar a quien los traspasara; el segundo, ensoberbecido e insolente, vulneró la marca. El frío hierro tiñó de sangre la arena.
La partida bautismal de Roma prologó su desarrollo. Después de aquel 753 a.C., el boca a boca se encargó de recordar a sus habitantes y vecinos las consecuencias de sortear el limes. Desde la gran urbe, espejada en Grecia, se organizaron épicas conquistas aquende y allende del Mediterráneo. Titiritera del mundo, la civilización romana educó a sus hombres en el espíritu guerrero y ellos solos conocieron las ansias de poder, que se convirtió en un mal endémico. Tras la gloriosa etapa republicana, Octavio Augusto se proclamó emperador. Un día, estando en la colina Capitolina, observó entre las nubes a una joven muchacha que mostraba a su hijo. Solo con la ayuda de una sibila pudo interpretar la visión: cuando el pequeño creciera, reinaría para siempre sobre la Tierra. Jesús estaba naciendo en Belén y el emperador pagano había recibido la primicia.
Correspondió a Constantino aceptar la cruz y a Teodosio convertir al cristianismo en la religión oficial imperial. Con la salida de los cristianos de sus forzosas madrigueras, se construyó la iglesia dedicada al Altar del Cielo. En 1562, superado el ascenso de la empinada escalinata que precede al templo, fue un ilustre lucentino el que tuvo una revelación en este lugar. Ante la Madonna, don Luis Fernández de Córdoba, Marqués de Comares, sintió la necesidad de llevar a su tierra una escultura y, con ella, el nombre de Aracoeli. Las maderas de un cajón custodiaron la talla por mar y tierra y la protegieron de una abundante lluvia cuando el marqués rondaba Lucena. El temporal aterrorizó a las bestias santeras y, sin atender las órdenes del porrillas, se fundieron con la neblina. Al día siguiente, don Luis y sus lacayos dieron con el cajón, extrajeron los clavos de la tapa y se arrodillaron para venerar a la imagen. El aire de Lucena envolvió la silueta de la Virgen y eclosionó el idilio entre la Madre y su pueblo.
Convencido de la idoneidad del emplazamiento señalado por los augurios, los carrillos del pretor Marco Claudio Marcelo, desplazado dos mil kilómetros al oeste de Roma, duplicaron su capacidad contemplando el extenso horizonte que estaba bajo su control. Tras un gesto de aprobación, el arado comenzó a surcar la tierra, grabando el pomerium de la ciudad que se edificaría en su interior. Trazados con matemática exactitud el cardus y el decumanus para cruzarse en el forum, se daba por concluida la construcción de Córdoba en el año 169 a.C.
Las décadas siguientes no trajeron fortuna a los cordobeses. El desencuentro entre Julio César y Pompeyo y, asesinado este, sus seguidores, se instaló en el día a día de Córdoba y el apoyo a la facción equivocada provocó que fuera despiadadamente destruida y su población diezmada. Pero, como el desmemoriado racimo de uvas que madura después de la poda, la colonia se hizo sarmiento en época imperial, pasando a ser dueña del río y capital de la provincia Bética. El circo, el teatro, las termas y los templos dieron sombra al enlosado de las calles, cada vez más extensas y pobladas. La obsesión de los romanos por transmitir su cultura a las provincias conquistadas había convertido a Córdoba en el reflejo hispano de Roma.
La incertidumbre que siguió al final de la civilización romana acabó con la dominación musulmana de la península. Córdoba recuperó su papel dominante y se convirtió en metrópoli califal. La actividad cultural y artística se hizo palpable en su mezquita aljama, mucho más que un bosque de columnas de mármol de colores. La plasticidad del edificio, caracterizado por la bicromía de las dovelas y por incontables alardes técnicos, conmovió a los cristianos con Fernando III al frente, que la respetaron, igual que los gobernantes subsiguientes, consagrada como catedral. Aunque Córdoba perdió su posición preeminente, siempre conservó la sencillez y honradez de sus habitantes y el olor de sus flores, que aumentaron en número y fragancia el pasado septiembre con la llegada de la patrona de Lucena para ser restaurada.
La epidemia nos ha acostumbrado a estampas frecuentemente llamadas atípicas pero ninguna verdaderamente histórica hasta ahora. En 459 años, Lucena, a sabiendas de su incapacidad para responder equitativamente a las inefables virtudes de su patrona, ha guarnecido sus muros para custodiarla. Convencido el pueblo de la imperiosa necesidad de una intervención para asegurar su conservación, el Ara Sagrada se trasladó a un llano capitolino de Córdoba, la nueva Roma. La historia brinda a los lucentinos y foederati la ocasión de revivir la emoción que aquel marqués experimentó al recoger a la Virgen en la ciudad de las siete colinas. Como soldados, conquistemos las calles con legiones aracelitanas para, asediado y tomado el primer templo de la diócesis, traer a la Madre dulce y buena, por fin, de regreso a su patria.
Antonio Ruiz Granados