Miércoles Santo: fórmula, sin pretensiones de magistral, para compartir con mi presentador de hace cuarenta años de la Pasión según Lucena a las plantas de Santa María de Araceli, remedio elaborado en el mortero hecho con mármol de la sierra de Aras y virutas sacadas por las gubias de José de Mora en la hechura de la Soledad que vive en San Gil y Santa Ana. Miércoles Santo, la mitad: atrás quedó la juventud de los primeros días santos; por delante, el incierto viacrucis que desembocará como los ríos granadinos de oro y nieve en el Guadalquivir que se va haciendo otra Soledad, la lucentina de Santiago, como solos se quedan Él y Ella sobre el patio de Leones que enclaustra la Casa Roja
Cómo recuerdo, Joaquín Alfredo, a Cristina Santiago, tu madre. Gracilidad y simpatía a raudales. Por momentos, me parecía la hermana de su dilatada prole que tú encabezabas. Era aquella Lucena con piso de piedras difíciles para sus tacones, fuera en Pedro Angulo o en Las Tiendas.
Y don Fernando, tu padre, en uno de los no muchos automóviles de entonces, hacia el hospital de fray Alonso de Jesús. Su letra, inconfundible, en las rectangulares y azules recetas de la Obra Sindical del 18 de Julio, de aquellos preparados que se encontraban en depósito en la calle Santa Marta, esquina Las Mesas. Allí me mandaba mi padre o Emilio para que las hermanas Palacios - pioneras de futbolismo femenino- me entregasen de ellos contra entrega de un vale. Y a lo mejor, era un Miércoles Santo, con las procesiones por aquella collación carmelitana, lo que me obligaba a retardar mi regreso a la botica con la carga de medicamentos industrializados por Hubber, Reig-Jofré o Made. A lo mejor, me cruzaba con don Joaquín, el cura del Carmen, que se dirigía, colilla colgada de sus labios flácidos, camino de su tertulia del bar Bilila para pasar la tarde cálida, recorrida por el camión de riego municipal, comentando una actualidad que luego don Miguel, Morales o Paco Bergillos plasmarían en las páginas del decenario Luceria.
Un gran abrazo, amigo de solera, en este Miércoles Santo donde Granada se santifica pasionalmente en el Realejo con el Hombre de la Cruz al hombro de evocaciones ya carmelitanas de san Juan el Poeta, ya clarisas en sus Caídas; mientras en Lucena resuenan ecos de una invasión gala en el altozano del Valle ante los hombros cargados del Jesús humilde y romántico que fue testigo de la generosidad, con tanta carga social, de Cortés Curado; generosidad que perduró en el Jesús abandonado de Prudencio Uzar y se actualizó con el comedor social en la veintiuna centuria. Hemos pasado del ferrocarril al coche electrónico, pero seguimos igual: permitiendo la indigencia.
Y, por supuesto, mi recuerdo también se inunda con la Paciencia y Penas granadinas de San Matías y con la fraterna amistad de su cofrade y duende del Realejo, el mayorsito de don Fernando y doña Cristina, en cuya casa de la lucentina calle El Agua, refrescada en la cercanía por las aguas de la fuente del llanete cargadas de espiritualidad franciscana, se consolidó, removiendo barreras de edad, nuestra amistad. Ocurrió al socaire de la recuperación de la prensa en Lucena en los años de la Transición del recordado Adolfo Suárez, renacimiento materializado en los diez días de papel que bautizaste como Gaceta Lucentina.