Me acordé del sexto capítulo de la primera parte de El Quijote, cuando descubrí que uno de los libros que iban a expurgar de aquella biblioteca era Las lágrimas de Angélica. En ese sexto capítulo, el cura y el barbero, con la ayuda del ama de la casa, se pusieron a seleccionar qué volúmenes de la biblioteca de Alonso Quijano eran prescindibles, tanto como para quemarlos, mientras que, al mismo tiempo, elegían los libros que no merecían tan ardiente fin. Justo al final, el cura ya estaba cansado de ver más libros y no dudó en que se quemaran todos los que quedaban, pero el barbero tenía uno abierto en sus manos: Las lágrimas de Angélica:
—Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.
Cervantes no llama por su nombre al lucentino Luis Barahona de Soto, el autor de Las lágrimas de Angélica, pues prefiere magnificarlo por sus obras y, en especial, con el gesto de que se salvara de la quema. Y visto está después de lo que significan Cervantes y El Quijote en la Literatura, con ele mayúscula, tanto española como universal.
Cierto que los libros expurgados no se van a quemar, sino que se retiran del catálogo y dan la opción de que quien lo desee se los puedan llevar, pero que sean retirados no deja de ser una pira metafórica de que carecen de valor para la biblioteca, porque casi nadie se interesó por ellos el tiempo que estuvieron disponibles. Según me contaba la amiga que me envió el listado de expurgos, que se llama Ana, las editoriales envían a la biblioteca en la que trabaja tal cantidad de volúmenes nuevos, que, para hacerles sitio, habían decidido quedarse solamente con uno solo de los más viejos y retirar los repetidos. Así, en el último listado, como he dicho al principio, aparecía Las lágrimas de Angélica, la reconocida edición de Cátedra de 1981 que realizó José Lara Garrido. Sin dudarlo, le pedí a Ana que me lo guardara y no uno, sino todos los ejemplares que pudiera.
Yo había leído la obra en un par de ocasiones, la primera allá por el año 2000, porque quería saber cómo era el libro que Cervantes salvó, y la otra por el 2005, motivado por el año del Quijote; y, siempre, qué curioso, las había sacado de biblioteca, pues nunca me lo compré. Esto pensaba cuando recibí los ejemplares expurgados. Sé que son ediciones modernas, de las que habrá miles por España, pero no quería que ni un solo ejemplar de Las lágrimas de Angélica fuese arrojado a la hoguera del olvido. Parafraseando al cura, yo las llorara si lo hubiera hecho.
Manuel Guerrero Cabrera